Inmersa en el mundo editorial, un día llegó a mi buzón una octavilla donde se anunciaban clases de Qigong cerca de casa y en un horario que se ajustaba a mis largas jornadas laborales.
No había oído hablar de Qigong en mi vida, ni tampoco recuerdo qué decía exactamente la octavilla, sólo recuerdo que era mi horario, que no tenía que invertir tiempo (escaso en aquellos momentos de mi vida) en desplazamientos y que, intuyo, hablaba de una práctica milenaria originaria de China, que consistía en la realización de movimientos suaves y armoniosos que ayudaban a calmar la mente.
Y así es como, una conjunción de tres elementos, perfectamente ensamblados, cayeron en mis manos para decirme: “esto es lo que andabas buscando, no te resistas”.
Fué un amor a primera vista. En aquella primera clase sentí nuevamente, después de mucho tiempo, mi respiración y mi cuerpo de manera consciente y, como por arte de magia, mi mente durante aquella hora, dejó de divagar.
Tuve dos conexiones muy claras, una con el patinaje artístico (deporte que practiqué durante mi juventud), por la consciencia corporal, el movimiento y la coordinación, la otra, con el senderismo (práctica que sigo realizando), por la respiración, la calma y la energía. Durante aquella hora estuve patinando sin patines y recargándome de energía de la naturaleza, sin estar en ella. Estaba reconectando con sensaciones que me hacían sentir vital.
Pero ocurrió algo más aquel día. Me sentí fascinada por la idea de transmitir aquello que acababa de descubrir. Me imaginé impartiendo clases, transmitiendo a personas lo que yo estaba aprendiendo, una disciplina que te hacía reconectar con tu esencia.
Y así, en aquella primera hora de práctica, durante mi primer contacto con el Qigong, hace ya diecisiete años, sin saberlo, inicié un camino totalmente desconocido para mi, pero que despertó toda mi curiosidad y mis ganas de avanzar por él.
Un camino hacia el aprendizaje y la enseñanza de disciplinas que te ayudan a encontrar tu equilibrio y bienestar.